jueves, 23 de octubre de 2014

La Cornisa

Cuando me dio por nadar (y fue un tiempo largo que me dio), nunca pensé que los piqueros tuviesen una utilidad en un mar de rocas y asfalto. Tampoco que el trampolín fuese la cornisa en la que alguna vez hubo atenta una gárgola, mirando los pasos de los transeúntes. Reemplazar a esa gárgola, que veía cada tarde mientras caminaba, por unos minutos, mirándolos y pensando, como creo que hacía también ella, qué hacen todos y cada uno sin siquiera conocerse entre ellos, cuántas veces se han topado y solo se han reconocido, o tal vez ni eso, me hizo reflexionar sobre lo superficial de la vida. Es tan leve la vida, tan leve.
¿Cómo fue que me arrastré hasta acá? En un golpe de suerte perdí la movilidad de mis piernas por una salud que dejó de ser parte de un sistema para solo llenarse de resfriados mal cuidados. ¿Cuántos han sido los grandes personajes de la historia que han muerto de un resfriado mal cuidado? La excusa perfecta para desaparecerse con la esperanza de ser algo más que un nombre acumulado en la página de defunciones de un diario, Que a todos se les ocurra, por suerte de azar, descubrirme como un escritor cuando ya no exista, recordarme y conmemorarme, el posible destapado de una tarde de lluvia donde seré recordado como un gran escritor. Parálisis y temblores llegaron antes, mucho antes.
En un ataque de nervios se me cortó la movilidad de los dedos de mi mano buena. ¡Casi como si alguna vez hubiese tenido alguna mano medianamente decente siquiera! Pero no importa, al final del día las cosas cobran o pierden el sentido. Pero no poder escribir decentemente es precisamente de las cosas que tiene sentido y necesito mi mano ni medianamente buena para hacerlo.
Suficiente, sin dilatar más la vida, se juntan (como se pueda no más con las piernas), me sostengo en pie. Bien. Se ponen las manos para orar (lo más parecido posible a ese gesto, dada la realidad del momento). Se inclina, se empuja un poco, inclinándose lentamente sobre el borde y fin.

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