domingo, 24 de abril de 2016

Elogio de los ascensores.

Se levantó.
Yo veía desde mi ventana en el décimo piso cómo, en un edificio frente al mío (de mis padres, para ser más preciso), la silueta de una señorita se vestía. Quizá haya sido un vestido, o tal vez una falda y una polera ajustada; a lo mejor sólo era mi imaginación mostrándome, en mi parcial ceguera, una nueva musa, las posibilidades de la figura ininteligible. Pensamientos prosaicos. Se vestía sin presura, o sólo se movía demasiado cerca de la cortina en pastel, jugando con las sombras chinescas de su esencia.
Óleo de una mujer con sombrero. Una esencia que sólo me correspondía a mí vislumbrar en la distancia. Incluyo la interpretación del hecho (que podría ser posterior o no) dentro del relato y ustedes nunca sabrán lo que vi. Aunque esto sería lo que vi, en realidad.
Una bandada de palomas cruza el cuadro, imposibilitada de quitarme el foco de ella. Quieta, recortada su silueta, espera. Sin hacerse esperar más, una cortina de lluvia cubre la escena. El cielo encapotado, del que probablemente les debí advertir antes, anunciaba su llanto desde la tarde. La tarde fue larga. Yo no quise verle, no la esperaba, era sólo otro día mirando por la ventana, fumando (aún no fumaba incluso en la ducha en esos días). Vi las alas de lo que, creo, era un sombrero, recortar las sombras.
Abrió las cortinas. La ventana. La lluvia me quitó la posibilidad de aseverar el misterio de su vestimenta. se sentó en la baranda; débil equilibrio, un cigarro que turnaba el descanso en su boca y en su mano. Una estrella fugaz, apagándose en el recorrido, anaranjado flamígero. Cayó, sin ruido, levantando el agua de una poza honda.
Se levantó.

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