martes, 27 de octubre de 2015

Surear 2

Al llegar al lugar limpió la planta de sus zapatos, toda manchada de gris, llena de polvo. En realidad sus zapatos estaban llenos de polvo, contaminados por largas temporadas, quizá la permanente existencia en los llanos de asfalto, lindados por la maleza resistente a las sacudidas de la tierra.
Quita sus zapatos de sus pies y los deja a la entrada del sur, recordando la usanza japonesa de entrar sin zapatos a casa. Los deja ordenados, a un costado de la roca en que se sienta. Esta y algunas otras son las únicas manchas grises que se recortan en el fondo verde, moteado de variedades de marrón nudoso. Es un gris distinto al que mancha sus zapatos, quizá porque este no mancha, no se introduce en los diseños de sus zapatos, no le mancha los calcetines al contacto. Sólo la humedad del suelo deja su huella.
No hay frontera que separe este verde del camino recorrido para llegar a él. Eso sí, el aire baja su intensidad y se vuelve ligero, y contagia esta ligereza a todo lo que le habita. La insoportable levedad del ser no es tan insoportable cuando no hay un otro que tenga que dar sentido a mi ser moral. No se confunda, la libertad de la soledad puede doler tanto como gustar. Depende de las búsquedas de cada uno, si bien la soledad puede ser un placer, nunca debe ser un vicio. Él lo sabe. Más bien, él lo cree. Viene para ponerlo a prueba, Justo en ese punto donde el aire se vuelve ligero, sabe que debe quitarse los zapatos. También le sobran los calcetines. Los quita y los deja dentro de los zapatos, uno al lado del otro, en paralelo. En el espacio donde se produce el arco de los zapatos, justo en ese vacío lleno de aire se puede ver, a través de él, un suelo, otro fondo lleno de variantes de marrón, este no nudoso, sino que más bien terroso.
Se adentra un paso en el verde, se da cuenta al instante que su pantalón, gris y manchado de gris, con un tono tan frío como el lugar donde fue hecho, con el que comparte tonalidades, quiebra totalmente a los verdes, aumentando el peso del aire a su alrededor, su densidad entre los dedos, la facilidad de pestañeo. Vuelve un paso, quita su pantalón: desabrocha el cinturón, que enrolla sobre sí mismo, un uróboros; un botón desabotonado; un cierre que se abre y pierde sentido su nombre. Se desliza, rompe un poco la libertad del verde contra el suelo, lo recoge, dobla y deposita sobre los zapatos. Sus piernas, quizá nudosas, quizá terrosas, son marrones, el más claro entre las variantes que motean el verde.
Al ver el pantalón doblado recuerda su camisa, blanca, de un blanco impoluto, pero totalmente sucia, aunque más que sucia, podría decirse que pesada, llena de los transparentes principios de una sociedad que no puede transparentarse, cargada de sí misma, cansada de sí misma, Botón por botón van desapareciendo tras ese borde lleno de ojales, mirando de reojo a cada movimiento, apareciendo y desapareciendo, hasta que lo que desaparece es la camisa del cuerpo. Doblada, reposa sobre los pantalones. Sus brazos marrones, quizá nudosos, quizá terrosos, descansan sobre su tronco, Sus brazos son de un marrón disparejo, el más claro que recorta su silueta en el verde.
Todo lo quizá terroso, todo lo quizá nudoso se vuelve, con los pasos dados para cruzar la frontera sensorial, definitivamente terroso y definitivamente nudoso.
Un santuario al mundo que queda atrás se forma al este y al norte de la entrada, quiebra el verde, aunque quizá ahí no es tan verde como lo es al sur.

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