sábado, 15 de abril de 2017

Subyacer.

Estoy muerto aquí. Yace sobre una cama un cuerpo y sé que es el mío por la forma en que lo siento, o que no lo siento, para ser más preciso. No lo veo, y a pesar de que muchos parecen detenerse a vero, nadie lo ve. Quizá no es cuerpo, muerto, y es sólo un cuerpo, otro más, y no es mío, aunque quizá no sea siquiera un cuerpo, porque no lo veo y no lo siento y solo existe porque lo pienso. Tal vez Descartes no tenía razón.
No, todo comienza mal. En realidad no tengo ninguna certeza, todo lo que he dicho nace de una idea preconcebida de una muerte que recae sobre mí. Esa muerte es todas las muertes que me he imaginado a lo largo de las lecturas: los dos funerales en Beowulf, la muerte de Boromir y la traición contra Sigurd; el silencio con Winston Smith y los destellos postreros de Hari Seldon; Romeo y Julieta, Macbeth y Hamlet; la amortajada en su eterna muerte y el instante refulgente de Macabéa; sólo por nombrar algunas. Todas esas muertes son mi muerte, porque lo que comparten lo tiene la mía, si es que es la muerte lo que ha llegado y ha embotado hasta anular todos mis sentidos.
Quizá no sea más que la muerte de alguien más, Quijotesca, como no lo es la muerte del Quijote. Totalmente ajena a toda la ficción que siempre le quise. O quizá simplemente es el sueño del insomne, el final de la identidad de la característica que me da sentido.

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